Hace un par de días fueron reveladas las conclusiones del estudio Pisa 2009, presentadas por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde). Reprobamos. Colombia ocupó el puesto 52, entre 65, en las pruebas de lectura; en habilidades matemáticas quedamos en el puesto 58, y en las habilidades para la ciencia nos ubicamos en el puesto 54. De acuerdo con el estudio, el 47 por ciento de los estudiantes colombianos de 15 años no logra el nivel mínimo adecuado de lectura para desempeñarse en la sociedad –porcentaje en el que sólo el 17 por ciento está asociado con las condiciones socioeconómicas de los jóvenes–.
Hace un par de semanas supimos que el mejor colegio del país, según las pruebas Icfes 2010, es el Liceo Campo David. Un colegio que, si bien es privado, no es nada caro y funciona en una pequeña casa ubicada en una de las localidades más pobres y deprimidas de Bogotá. La fórmula del éxito, sostuvo el rector, ha sido sencillamente: "exigencia, pero con afecto".
Al lado de estos dos recientes hechos, permítaseme ubicar otro, que nada tiene que ver con estadísticas, pero que nunca dejará de presentarse: por estos días, una vez finalizado el semestre académico, no faltarán los estudiantes universitarios que alberguen su habitual desprecio hacia el profesor con quien reprobaron una materia. –Qué desgraciado –exclamarán–. No le costaba nada subirme una décima –olvidando, claro, que la escala de calificación es de cero a cinco, no de cero a tres, y que una décima es la diferencia entre perder y pasar–.
Leídos entre líneas, estos tres hechos deberían suscitar nuestra reflexión en materia de formación educativa (primaria, secundaria y superior). Porque el buen funcionamiento de toda sociedad depende, en gran medida, del buen nivel educativo de todos sus individuos. Y porque –como bien sugiere el rector del Liceo Campo David– la exigencia es el pilar fundamental sobre el que se debe construir todo programa educativo. Es cierto, sí, que los docentes deben esforzarse por propiciar entornos amables y creativos, para que los estudiantes se interesen de la mejor manera por los contenidos. Pero esto no va en detrimento de lo primero: la amabilidad para enseñar y el amor por lo que se enseña no pueden ser sinónimo de laxitud y justificación de la mediocridad.
Muchos estudiantes, padres e, incluso, algunos directivos de instituciones educativas parecieran no estar de acuerdo con la reprobación, una consecuencia inevitable de la exigencia. No se les ocurre pensar que es por el bien del estudiante, que el profesor no celebra este hecho y que, más bien, esto lo lleva a tener que dar muchas y engorrosas explicaciones.
La creencia en que exigir no es necesario es más desconcertante aun cuando es el profesor mismo quien la defiende: los profesores de colegios públicos, principalmente. Ellos tienden a creer que es ya un logro inmenso el hecho mismo de tener al estudiante en clase –ya que dados los problemas socioeconómicos que éste debe sortear, no se le puede pedir más–. Puesto así, pareciera constituir una comprensión contextual por parte del profesor con respecto a su población estudiantil. Pareciera una virtud: un profesor ‘buena papa’. Pero es más bien un vicio. Es una forma de justificar la propia mediocridad y, por qué no, hasta un menosprecio por los estudiantes mismos. Porque tener deficiencia económica no es tener deficiencia mental; más bien, el profesor buena papa no valora el esfuerzo de los padres de estratos bajos por enviar a sus hijos al colegio, el esfuerzo del país.
Más aún, pienso que el profesor buena papa de los colegios públicos es ciertamente artífice de la pobreza mental de las clases menos favorecidas. Esa mentalidad de no obtener las cosas con el propio esfuerzo, de esperar un golpe de suerte para superarse, encuentra en él un inmejorable nicho para reproducirse. Porque la idea según la cual la carencia de educación es causa de pobreza, por más trillada, cobra toda su fuerza en el hecho de que la educación no se agota en contenidos, sino que radica en aprender a ganarse las cosas con verdadero esfuerzo.
Pero dicha creencia no se agota en lo público, también se sostiene en algunas instituciones privadas y por razones igualmente deplorables. Para cuidar el puesto –piensan muchos profesores– tan solo hay que tener contentos a los estudiantes, pasarlos, aun cuando no lo merezcan. Pero, de nuevo, parecen olvidar que los padres que envían a sus hijos a instituciones privadas tampoco lo hacen porque les sobre el dinero, sino porque quieren una educación de calidad para sus hijos. De ahí que, como su homólogo de institución pública, el profesor buena papa de institución privada resulte igualmente deshonesto con su trabajo.
Así es, ser profesor no es fácil –implica, a veces, ganarse el título de ‘mala papa’–. Es una labor que requiere exigir, y para ello hay que tener con qué. No se puede exigir siendo mediocre. No se puede exigir sin fijar reglas transparentes de calificación y sin cambiarlas nunca de espaldas al grupo en general: porque esa falta de transparencia académica –la vieja idea de poder ser un caso especial frente a los demás–, es extrapolada por el estudiante a su comportamiento en general, a su forma de participación política y social. En contraste, si bien la pérdida académica (justa) es inicialmente percibida con desprecio por parte del estudiante, más temprano que tarde terminará agradeciéndola.
De ahí que el jalón de orejas por los bajos rendimientos académicos, más que para los estudiantes, deba ser para los profesores mismos. Porque en lugar de dar el brazo a torcer en cuestiones de exigencia académica, hay que hacerla integral. Si se restringe a materias consideradas como básicas, se está haciendo una lectura parcializada de la educación: la exigencia debe ir desde la educación física hasta las ciencias puras, desde las electivas hasta el núcleo básico de cualquier carrera.
En suma, el profesor buena papa es, por lo general, un pésimo profesor: un completo artífice del subdesarrollo.
Articulo tomado de la Revista Semana.com